Marracos

Sólo sé escribir en el silencio de un cementerio o en el mayor de los desgarros. Creo que sólo conozco esos dos estados para zarandear el teclado y el papel y derramar sobre ellos lo que no soy capaz de decir porque no encuentro los modales para hacerlo.

Porque es una cuestión de modales. De «mala educación», de emoción contenida por la maleza del deber cuando se acerca una riada llena de troncos sentimentales. Es la imposible contención que todo lo contiene, y que no hace más que poner trabas para que me inunde de poco en poco.

Mi pueblo tiene algo de contraído y algo de livianeza. Es seco, tosco, liso, sin encanto, rudo y a ratos desagradable. Es un suspiro que nunca acaba, una tarde de sol tórrida en el asfalto, una niebla de viento y polvo. Pero por otro lado es puro, es transparente. En su inmensa soledad cada charco refleja lo que el cielo le muestra, y cada mirada y cada pájaro sólo muestran lo que muestran. Y nada más.

Cuando voy al pueblo siempre se asoman lágrimas en algún momento de escapada. Porque siempre me escapo. Soy un escapista nato. Las bombas de humo se inventaron con el humo que iba dejando tras mi rastro. Huyo de mis emociones, huyo de mis sentimientos, y me persiguen con ese cordel de acero que los une que cualquier escalador querría para su vía.

Esas lágrimas son de certeza. Ese desorden de casas a medio hacer en mitad de ese polvoriento no lugar no son más que lo que son. La realidad. Sin maquillaje, sin lencería fina ni redes sociales que muestren la maravillas de aquel barranco inundado de neveras viejas. O esa «paridera» que cuando pasas cerca te deja grabado para siempre el olor y el sonido de lo que existe allí. No digo vive, sino existe.

Tengo amnesia profunda de mis corazones rotos. Porque no tengo uno. Tengo varios. Cada vivencia importante de mi vida necesita de su corazoncito. Y no es que nadie me lo rompiera, porque no son frágiles. Los corazones son elásticos y resistentes como la piel del tambor. Pero ojo si lo aprietas, si lo estrangulas con la ficción de recogerlo y acunarlo.

Tengo pérdidas de memoria de mis últimos veinte años. Y cada recuerdo que he perdido es como si hubiera dejado en el camino una partecita de mí. Una uña en el mejor de los casos, una pierna que me hace tambalear al andar.

Dejar en la consigna de la estación tus sentimientos y emociones ayuda a no enfrentarse a los miedos. Ayuda a ver una realidad donde todo se adecua a lo maravilloso que es vivir. Vivir como los que saben publicarse muy bien.

Y entonces un día, al acostarte, al empezar a cerrar los ojos, tu conciencia se expande durante unos milisegundos y te pregunta inquisitivamente si piensas seguir así. En una realidad prestada, retocada, doblada a otros idiomas.

No sé expresar lo que supone recuperar un recuerdo olvidado. Verlo en pantalla grande en alta definición y de repente abrazarlo, darle calor y tocarlo con suavidad. Mirarle con cariño y con dulzura y ver que has recuperado aquello que tiraste porque no era suficiente. Estoy guardando en mi cajita de las plumas todos esos recuerdos.

Y es que todo, todo, va del perdón.

Tengo ganas de volver al pueblo. Coger unas gafas de sol, una gorra, una botella de agua, algo de comida. Bajar la cuesta del cementerio y enfilar hacia los campos rasos y secos, con la mirada en el camino, con la intención de sólo caminar. Y escribir, escribirme, revivirme en la palabra, y hablarme para reírme.

 

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