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Lava

Hijos de la misma lava. Un pequeño trozo de tierra fundida y pegada por un chispazo que surgió.

Hijos del cielo que nos alumbra, de las miles y miles de generaciones que allanaron los caminos y fueron mutiladas, violadas y asesinadas.

Paciencia de la vida para llegar hasta aquí. Paciencia que seguirá.

Hijos de la muerte, de la supervivencia.

Hijos de aquella célula que se agarró a la vida entre todas las demás.

Hijos de madres que murieron al dar a luz, de padres que no volvieron. De guerras, epidemias, extinciones, glaciaciones, erupciones o inundaciones.

Hijos de los que se adaptaron. De los que lloraron, de los que estuvieron allí y no más tarde. De los que boquearon buscando encontrar la última molécula de oxígeno que respirar. De los que entendieron que esto era una carrera con inicio y meta. De los que combinaron ser y estar en este cosmos.

Hijos de las estrellas. De luceros que entregaron y entregan su luz en su decadencia.

Hijos que beben de sus mayores. Que entienden que en la vejez el café es más corto pero más intenso. Que absorben los segundos de los que se van. Que sonríen con la pérdida, con el llanto.

Hijos de los animales, de las plantas. De todo ser minúsculo que se sacrifica y se alegra por ser parte de un todo.

Hijos de los ríos, del mar, del cielo. Inquilinos que nos añoran, hogares pasados. En sus ojos vemos las profundidades de los abismos y percibimos el vértigo de los cañones.

Hijos de nosotros mismos. Orgullosos de ser uno, entregados a la corriente del río, a algo mayor que nosotros.

Condenados a entender que este don que es la inteligencia no está al servicio de ella misma sino al servicio del todo.

Esos hijos, nosotros, debemos continuar el show.

39 grados

39 grados. Estos casi 40 grados cogen una nueva dimensión cuando los sudas de cerca. Los 100 grados para precalentar un horno ya no son minucias y las nuevas tendencias de cocinar a bajas temperaturas de alrededor de 60 grados nos parecen una auténtica fundición de hueso y piel…

Cuando era pequeño (bueno, reconozcámoslo, hasta hace poco), me preguntaba si se podría almacenar el calor del verano para el invierno y viceversa. Soñaba con un mundo que cogía lo que la naturaleza la ofrecía. Si lo hemos hecho con el viento… ¿Por qué no?

Y este derroche de energía tiene una única ventaja. Y no es que llevemos menos ropa por la calle, sino en casa. Si alguien me espía con una cámara térmica, mientras deambulo acompañado de sólo los calzoncillos más viejos y feos que tengo, es difícil que sean capaces de distinguir el pasillo de mi cuerpo. Pero por si acaso, sólo por si alguien espía este cuerpo esculpido por el deporte y la salud, creo que la estrategia es moverse lo menos posible.

Es por ello que he decidido cogerme la mochila, y llenarla con víveres que se traducen en un portátil con su correspondiente cargador, y lanzarme a las lavas volcánicas en las que se encuentran convertidas las baldosas de mi calle.

Y aquí me encuentro, en el café Nolasco, rodeado de cinco perdidos, mientras miro a los árboles de la plaza San Pedro Nolasco, que dicho sea de paso, si pudieran tener patitas, hace rato habrían desaparecido de mi vista.

Guardo tan buenos recuerdos tanto del lugar en el que me encuentro como de la plaza a la que pertenece. El café Nolasco, además de ser mil y un negocios previamente, en su origen fue un almacén de productos de regalo. Hace muchos años existían muchas tiendas de este estilo. Eran tiendas donde podías encontrar un sinfín de curiosidades, o podías comprar regalos en teoría “útiles”, además de los clásicos perfumes, carteras, cremas o cachivaches más clásicos. Y en la parte del sótano estaba lo que para mí era lo más parecido al armario de Narnia. Las escaleras para bajar al sótano eran de madera desgastada, y la luz que te acompañaba era de esas que parecen que están apagadas pero no. El contraste con la zona principal eran evidentes, pero los tesoros están abajo, bien abajo. Donde no todo el mundo puede disfrutarlo. Y eso es una ventaja para los que no nos quedamos con lo que brilla.

El sótano era una juguetería, llena de cosas que no había en ninguna otra juguetería. Deduje con el paso de los años que era lo que se llama ahora un outlet. Tenía un mostrador de madera desgastado, y la señora que nos atendía era una mujer mayor bien arreglada y habladora. También años más tarde descubrí que era mi tía abuela. Porque en mi familia, lo que es hablar, hablar, no falta. Y a mí por desgracia se saltaron esa virtud. Esto deben ser las típicas cosas que se saltan alguna generación.

Nunca sabías lo que ibas a encontrar en ese escondite mal iluminado, y por supuesto nunca encontrabas lo que buscabas ni nadie tendría lo que tú conseguías en ese lugar. Ese lugar era mágico. Recuerdo esa ilusión, esos nervios por llegar a la tienda, esa incertidumbre que me reconcomía, con una profunda envidia.

Porque la vida nos elimina la novedad, la sorpresa y la ingenuidad. Y la búsqueda de los planes planeados, de los tiempos programados, y del éxito sólo nos lleva a perder el cosquilleo de las intenciones puras y desconocidas. Tal vez deberíamos tener amnesia de nuestra memoria episódica año a año. Y cuando llegue el año nuevo le hacemos un hard reset a nuestros recuerdos y felices para siempre. Si me dejan sentir que quiero a los que quiero, si se mantienen mis emociones, mi inteligencia y mis pensamientos puros, ¿para qué necesito recordar aquello que manipulo continuamente en mi memoria en mi contra?

Deseo encontrar lo inesperado, que no buscarlo. Anhelo que me sorprenda mi vida, y que me descoloque mi actitud hacia mí mismo. Porque cuando era niño, y llegaba a ese almacén, sin saber que iba a hacia él, nunca sabía para qué iba, qué ocurriría ni para qué. Y amaba tanto entrar como salir.

No es casualidad que haya llegado hoy al Café Nolasco. No lo tenía en mis intenciones, pero mis pasos me han llevado hasta aquí. No es casualidad que me esté tomando un tinto de verano en un caluroso Julio cuando planeo mi próxima vida. Ni es casualidad que me acompañe música de moderneo en estas líneas en el ocaso de la semana.

Estoy pactando mi reconciliación con mis anhelos. Estoy firmando mi renuncia a la política de austeridad y crecimiento. Me declaro en huelga sin reivindicaciones concretas.

Me sentaré en la parte de arriba de Nolasco mientras dejo que el niño suba y me cuente a donde debemos ir.

 

¿¿Para cuando vamos a Marte?? ¡¡Este finde no puedo, pero dentro de tres sí!!!

¿y qué haremos cuando lleguemos a Marte?

Dejaremos de tener interés por estar allí.